EL ENCANTO DE LO INESPERADO (BENDITA TIERRA PICHINCHA)
Recibimos la visita de los padres de Guillermo, uno de los managers, en noviembre, y estas son las reflexiones de Beatriz, su madre, durante los días que estuvieron con nosotros. ¡Esperamos que os gusten y os animen a venir!
La nieve cubre generosa los montes de la sierra norte de Madrid. Me baña la luz dorada del otoño, y se suma a mi deseo viajero de búsqueda para añadir un poco más de savia a mis venas. Me pongo los auriculares y escucho Mother Nature y ese estribillo delicioso de McCartney, tu tu tuturu tu ru tu…
Me espera la selva impenetrable de Mindo sin que yo imagine que vaya a conquistarme como lo hace. Además del abrazo de mi hijo junto a una cabaña perdida, la espléndida morpho, engañosa como un pájaro azul y negro, me hace llorar en cuanto pongo los pies en esa selva, pies sometidos a unas botas nuevas color musgo compradas en Decathlon. Se me agolpan las sensaciones y no sé si voy a ser capaz de ordenarlas, si en mi deseo de expresarme no perderán emoción los momentos. No hay luz eléctrica y apenas puedo escribir por las noches, así que me dedico a respirar mientras escucho los sonidos de los habitantes de la reserva, de aquellos a los que les gusta expresarse entonces. La oscuridad y las emociones vividas durante el día potencian enormemente ese instante. A partir de las seis desaparece la luz y con ella un montón de criaturas diurnas.
Nos separa de la civilización un puente colgante de una inestabilidad encantadora, tanto, que sólo puede cruzarlo una persona al mismo tiempo. Cuando lo cruzamos ya anochecido, me detengo en el centro, golosa, avariciosa, y miro alrededor y huelo el agua que corre bajo mis pies. Y se me llenan los ojos de eso, de agua, al descubrir el titileo de las luciérnagas macho en su búsqueda incansable y darme cuenta de que formo parte de ese mundo en el que todo encaja sin estridencias.
A veces por la noche llueve y como chocolate artesano con un poco de café. Son pedazos delgados e irregulares que consiguen no hacerme olvidar el proceso artesanal desde el grano de cacao, desde la raíz hundida en la tierra fértil de la costa más cercana.
Me alimentan los matices de verde que la selva de Mindo ofrece, mezclados con los dorados, naranjas y ocres de un otoño ya avanzado. Cimbrean las copas de algunos arbustos cercanos a la cabaña y aparece entre ellos una mula torda cargada con dos bombonas de butano plateadas. Al animal lo conduce Simón, que habla el español cadencioso de por aquí, y que a mí me emociona comprender aunque a veces no parezca la misma lengua. La mula todavía está mojada. Ella no puede cruzar el puente y debe atravesar por el agua hasta alcanzar un sendero semioculto que Guillermo y Ayla tienen que despejar con el machete a menudo. Simón y su mula dejan en el aire una música de agua y sol y a mí me envuelve la fuerza de esa vida tan pura. Me invade una duda difícil de evadir: la belleza soberbia del lugar me hace pensar que alguien ha montado este escenario para hacérmelo creer. Allá donde mire es así: el saltamontes verde y amarillo, el escarabajo azul eléctrico, la mariposa que simula ser una hoja, la que tiene dos ojos de búho estampados en sus alas (para quien el aroma del plátano y la papaya maduros son irresistibles, y que le hace desenrollar golosa la trompa frente a mí), las treinta especies diferentes de colibríes en un radio de un par de kilómetros, que surgen bajo los arbustos cercanos a la casa zumbando como abejorros de colores disparatados… Sé que cuando regrese y recuerde estas cosas, el alma se me llenará de color y de gozo, y que recordaré al colibrí negrito (que es el primero que vi) y que el sol irisaba dotándolo de una belleza tan sorprendente como inconcebible.
Miro al cielo sin pensar y los veo. Vuelan alto los zopilotes en ese mismo instante y siento que la vida es hermosa entre buitres y colibríes, disparatada, contradictoria, pero hermosa.
Mindo me ha acercado a mi esencia a través de la simplificación de la vida cotidiana, volver a vivir con los astros como antaño, comprar sólo lo necesario, prestar atención a lo que la tierra ofrece, detenerse en lo pequeño, alimentarse de la luz, de la paleta de colores del follaje, de las libreas de los insectos y de las aves. Es una belleza que alimenta, que engrandece al planeta y a aquellos que luchan por su protección. Hermosa, linda, bella tierra pichincha, yo te agradezco.
Llegamos a la reserva después de un día largo, y agradezco con el alma la ducha bien caliente que nos damos al amparo de los sonidos de los animales nocturnos y el fragor del Río Nambillo. El único árbol cuyo nombre conozco de los que crecen ahí fuera es la cecropia, cuya sola hoja puede guarecer a tres o cuatro personas de la lluvia. Me emociona ese colchón, ese envoltorio tranquilizador de árboles de nombres desconocidos y que, sin embargo me resultan tan cercanos, un complemento indispensable de mi ser.
Al amanecer los colibríes esperan su alimento y se nos acercan a las manos sin temor. Llegamos a contar unas 15 especies diferentes de las 30 que habitan aquí. A menudo se me quedan cortas las palabras que me ayudan a expresar lo vivido. Y el momento de los colibríes es uno de ellos. De repente, aquí, en mitad de la selva, me quedo muda ante tanta belleza, y sin deseo de escribir. Sólo vivo. Cada noche hay que retirar los bebederos para que no se enmohezcan, ahuyentando primero a los murciélagos bandidos ansiosos de endulzar su cena. La verdad es que imponen, son enormes, y me da risa como les gritamos sin mucha convicción para que se larguen. Ayla grita más que nadie y eso me sorprende porque habitualmente es una mujer suave y comedida. Sin embargo no se coarta y exclama que el buffet se ha terminado, palmoteando y agitando las manos.
Estas impresiones tan fuertes que recibo, ¿serán porque no esperaba nada? No quise prepararme ni saber, para no imaginarme, para no prejuiciar.
Toca levantarse con el sol y lo disfruto mucho. Siento que nazco con el día y eso hace que me recorra una energía plena. Hoy vamos a visitar el lek del gallito de roca. Para eso hay que ascender mucho en poco tiempo y alcanzar la cumbre antes de las seis. El comportamiento es siempre el mismo. Hay una hembra de librea insulsa a la que siete u ocho machos pretenden conquistar con su plumaje rojo carmesí. Al acercarnos el reclamo es ensordecedor y enseguida los distinguimos entre el follaje tan verde, como si fueran adornos navideños dignos de La Quinta Avenida. La explosión apasionada dura apenas treinta minutos. Luego el griterío se desvanece hasta el día siguiente. En ese punto estamos a tiro de piedra del bosque primigenio donde la selva es más cerrada y exuberante, donde ningún ser humano ha osado intervenir. Tengo pena de no saber qué especies de árboles me rodean. Hay muchas epífitas, proliferan las bromelias… pero estoy tan concentrada aprendiendo aves nuevas que no puedo detenerme en el mundo vegetal. El bosque nublado parece una enorme floristería en la que todo encaja. Y este bosque virgen me transmite la esencia de lo puro, que se acompasa con el latido del corazón caliente de esta tierra. Siento que por lo menos en este pedazo de mundo todo está en su sitio. Debe tener algún tipo de aura protectora que impide que ningún ser humano venga y la fastidie (por no decir la joda). Me siento privilegiada por pisar este suelo, así que me arrodillo y lo beso cuando nadie me ve.
Llega el momento de partir y pese a la poderosa expectativa de visitar las Islas Galápagos, siento que ha prendido en mí la semilla inesperada, (por lo inesperado del viaje, quizás) de esta selva que ha resultado ser un auténtico hogar. Doy las gracias al espíritu tangara pichincha que aquí habita. Bendito sea.
Por Beatriz López Blanco.